Viaje a Ixtlán de Carlos Castaneda
- ¿Me enseñará usted algún día lo que sabe del peyote? -pregunté. Él no respondió y, como había hecho antes, se
limitó a mirarme como si yo estuviera loco. Le había mencionado el tema, en conversación casual, varias veces anteriores,
y en cada ocasión arrugó el ceño y meneó la cabeza. No era un gesto afirmativo ni negativo; más bien expresaba desesperanza
e incredulidad. Se puso en pie abruptamente. Habíamos estado sentados en el piso frente a su casa. Una sacudida casi imperceptible
de cabeza fue la invitación a seguirlo. Entramos en el chaparral, caminando más o menos hacia el sur. Durante la marcha,
don Juan mencionó repetidamente que yo debía darme cuenta de lo inútiles que eran mi arrogancia y mi historia personal. -
Tus amigos -dijo volviéndose de pronto hacia mí-. Esos que te han conocido durante mucho tiempo: debes ya dejar de verlos. Pensé
que estaba loco y que su insistencia era idiota, pero no dije nada. Él me escudriñó y echó a reír.
Tras una larga caminata
nos detuvimos. Estaba a punto de sentarme a descansar, pero él me dijo que fuera a unos veinte metros de distancia y hablara,
en voz alta y clara, a un grupo de plantas. Me sentí incómodo y aprensivo. Sus extrañas exigencias eran más de lo que yo podía
soportar, y le dije nuevamente que no me era posible hablar a las plantas, porque me sentía ridículo. Su único comentario
fue que me daba yo una importancia inmensa. Pareció hacer una decisión súbita, y dijo que yo no debía tratar de hablar a las
plantas hasta que me sintiera cómodo y natural al respecto. - Quieres aprender todo lo de las plantas, pero no quieres
trabajar para nada -dijo, acusador-. ¿Qué te propones? Mi explicación fue que yo deseaba información fidedigna sobre los
usos de las plantas; por eso le había pedido ser mi informante. Incluso había ofrecido pagarle por su tiempo y por la molestia. -Debería
usted aceptar el dinero -dije-. En esta forma los dos nos sentiríamos mejor. Yo, entonces, podría preguntarle lo que quisiera,
porque usted trabajaría para mí y yo le pagaría. ¿Qué le parece? Me miró con desprecio y produjo con la boca un ruido majadero,
exhalando con gran fuerza para hacer vibrar su labio inferior y su lengua. -Eso es lo que me parece -dijo, y rió histéricamente
de la expresión de sorpresa absoluta que debo haber tenido en el rostro.
Obviamente, no era un hombre con el que yo
pudiera vérmelas fácilmente. Pese a su edad, estaba lleno de entusiasmo y de una fuerza increíble. Yo había tenido la idea
de que, por ser tan viejo, resultaría un "informante" perfecto. La gente vieja, se me había hecho creer, era la mejor informante
porque se hallaba demasiado débil para hacer otra cosa que no fuese hablar. Don Juan, en cambio, era un pésimo sujeto. Yo
lo sentía incontrolable y peligroso. El amigo que nos presentó tenía razón. Era un indio viejo y excéntrico, y aunque no se
halla perdido de borracho la mayor parte del tiempo, como mi amigo había dicho, la cosa era peor aún: estaba loco. Sentí renacer
las tremendas dudas y temores que había experimentado antes. Creía haber superado eso. De hecho, no tuve ninguna dificultad
para convencerme de que deseaba visitarlo nuevamente. Sin embargo, la idea de que acaso yo mismo estaba algo loco se coló
en mi mente cuando advertí que me gustaba estar con él. Su idea de que mi sentimiento de importancia era un obstáculo, me
había producido un verdadero impacto. Pero todo eso era al parecer un mero ejercicio intelectual por parte mía; apenas me
hallaba cara a cara con su extraña conducta, empezaba a experimentar aprensión y deseaba irme.
Dije que éramos tan
distintos que, pensaba, no había posibilidad de llevarnos bien. - Uno de nosotros tiene que cambiar -dijo él, mirando el
suelo-. Y tú sabes quién. Empezó a tararear una canción ranchera y, de repente, alzó la cabeza para mirarme, Sus ojos eran
fieros y ardientes. Quise apartar los míos o cerrarlos, pero para mi completo asombro no pude zafarme de su mirada. Me
pidió decirle lo que había visto en sus ojos. Dije que no vi nada, pero él insistió en que yo debía dar voz a aquello de lo
que sus ojos me habían hecho darme cuenta. Pugné por hacerle entender que sus ojos no me daban conciencia más que de mi desazón,
y que la forma en que me miraba era muy incómoda. No me soltó. Mantuvo la mirada fija. No era declaradamente maligna ni
amenazante; era más bien un mirar misterioso pero desagradable. Me preguntó si no me recordaba un pájaro. - ¿Un pájaro?
-exclamé. Soltó una risita de niño y apartó sus ojos de mí. -Sí -dijo con suavidad-. ¡Un pájaro, un pájaro muy raro!
Volvió a atrapar mis ojos con los suyos y me ordenó recordar. Dijo con extraordinaria convicción que él "sabía" que
yo había visto antes esa mirada. Mi sentir de aquellos momentos era que el anciano me encolerizaba, pese a mi buena voluntad,
cada vez que abría la boca. Me le quedé viendo con obvio desafío. En vez de enojarse echó a reír. Se golpeó el muslo y gritó
como si cabalgara un potro salvaje. Luego se puso serio y me indicó la importancia suprema de que yo dejara de pelear con
él y recordarse aquel pájaro raro del cual hablaba. - Mírame a los ojos -dijo. Sus ojos eran extraordinariamente fieros.
Tenían un aura que en verdad me recordaba algo, pero yo no estaba seguro de qué cosa era. Me esforcé un momento y entonces,
de pronto, me di cuenta: no la forma de los ojos ni de la cabeza, sino cierta fría fiereza en la mirada, me recordaba los
ojos de un halcón. En el mismo instante en que lo advertí, don Juan me miraba de lado, y por un segundo mi mente experimentó
un caos total. Creí haber visto las facciones de un halcón en vez de los de don Juan. La imagen fue demasiado fugaz y yo me
hallaba demasiado sobresaltado para haberle prestado más atención.
En tono de gran excitación, le dije que podría jurar
haber visto las facciones de un halcón en su rostro. Él tuvo otro ataque de risa. He visto cómo miran los halcones. Solía
cazarlos cuando era niño, y en la opinión de mi abuelo me desempeñaba bien. El abuelo tenía una granja de gallinas Leghorn
y los halcones eran una amenaza para su negocio. Dispararles no era sólo funcional, sino también "justo". Yo había olvidado,
hasta ese momento, que la fiera mirada de las aves me obsesionó durante años; se hallaba en un pasado tan remoto que creía
haber perdido memoria de ella. -Yo cazaba halcones -dije. -Lo sé -repuso don Juan como si tal cosa. Su tono contenía
tal certeza que empecé a reír. Pensé que era un tipo absurdo. Tenía el descaro de hablar como si en verdad supiese que yo
cazaba halcones. Lo desprecié enormemente. -¿Por qué te enojas tanto? -preguntó en un tono de genuina preocupación. Yo
ignoraba por qué. Él se puso a sondearme de un modo muy insólito. Me pidió mirarlo de nuevo y hablarle del "pájaro muy raro"
que me recordaba. Luché contra él y, por despecho, dije que no había nada de qué hablar. Luego me sentí forzado a preguntarle
por qué había dicho saber que yo solía cazar halcones. En lugar de responderme, volvió a comentar mi conducta. Dijo que yo
era un tipo violento, capaz de "echar espuma por la boca" al menor pretexto. Protesté, negando que eso fuera cierto; siem¬pre
había tenido la idea de ser bastante simpático y calmado. Dije que era culpa suya por sacarme de mis casillas con sus palabras
y acciones inesperadas. -¿Por qué la ira? -preguntó.
Hice un avalúo de mis sentimientos y reacciones. Realmente
no tenía necesidad de airarme con él. Insistió nuevamente en que mirara sus ojos y le hablara del "extraño halcón". Había
cambiado su fraseo; el "pájaro muy raro" de que hablaba antes se había vuelto el "extraño halcón". El cambio de palabras resumió
un cambio en mi propio estado de ánimo. De repente me había puesto triste. Achicó los ojos hasta convertirlos en ranuras,
y dijo en tono sobreactuado que estaba "viendo" un halcón muy extraño. Repitió su afirmación tres veces, como si en verdad
estuviera viéndolo allí frente a él. - ¿No lo recuerdas? -preguntó. Yo no recordaba nada por el estilo. - ¿Qué de
extraño tiene el halcón? -pregunté. - Eso me lo debes decir tú -repuso. Insistí en que no tenía forma de saber a qué
se refería; por tanto, no podía decirle nada. - ¡No luches conmigo! -dijo-. Lucha contra tu pereza y recuerda. Durante
un momento me esforcé seriamente por desentrañar su intención. No se me ocurrió que igual podría haber tratado de acordarme. -
En un tiempo viste muchos pájaros -dijo como apuntándome. Le dije que de niño viví en una granja y cacé cientos de aves. Respondió
que, en tal caso, no me costaría trabajo recordar a todas las aves raras que había cazado. Me miró con una pregunta en
los ojos, como si acabara de darme la última pista. - He cazado tantos pájaros -dije- que no recuerdo nada de ellos. Este
pájaro es especial -repuso casi en un susurro-. Este pájaro es un halcón. Nuevamente me puse a pensar a dónde querría llevarme.
¿Se burlaba? ¿Hablaba en serio? Tras un largo intervalo, me instó otra vez a recordar. Sentí que era inútil tratar de acabar
con su juego; sólo me quedaba jugar con él. - ¿Habla usted de un halcón que yo he cazado? -pregunté. - Sí -murmuró con
los ojos cerrados. - De modo que, ¿esto pasó cuando yo era niño? - Sí. - Pero usted dijo que está viendo ahora un
halcón frente a usted. - Lo veo. - ¿Qué trata usted de hacerme? - Trato de hacerte recordar. - ¿Qué cosa? ¡Por
amor de Dios! - Un halcón rápido como la luz -dijo mirándome a los ojos. Sentí que mi corazón se detenía. - Ahora
mírame -dijo.
Pero no lo hice. Percibía su voz como un sonido leve. Cierto recuerdo colosal se había posesionado de mí. ¡El halcón
blanco! Todo empezó con el estallido de ira que tuvo mi abuelo al contar sus pollos Leghorn. Habían estado desapareciendo
en forma continua y desconcertante. Él organizó y ejecutó personalmente una meticulosa vigilia, y tras días de observación
constante vimos finalmente una gran ave blanca que se alejaba volando con un pollo en las garras. El ave era rauda y al parecer
conocía su ruta. Descendió desde el cobijo de unos árboles, aferró el pollo y voló por una abertura entre dos ramas. Ocurrió
tan rápido que mi abuelo casi ni vio al ave, pero yo sí, y supe que era en verdad un halcón. Mi abuelo dijo que, en ese caso,
debía ser un albino. Iniciamos una campaña contra el halcón albino y dos veces creí tenerlo cazado. Incluso dejó caer la
presa, pero escapó. Era demasiado veloz para mí. También era muy inteligente; nunca regresó a asolar la granja de mi abuelo. Yo
habría olvidado el asunto si el abuelo no me hubiese aguijoneado a cazar el ave. Durante dos meses perseguí al halcón albino
por todo el valle donde vivíamos. Aprendí sus hábitos y casi me era posible intuir su ruta de vuelo, pero su velocidad y lo
brusco de sus apariciones siempre me desconcertaban. Podía yo alardear de haberle impedido cobrar su presa, quizá todas las
veces que nos encontramos, pero nunca logré echarlo en mi morral.
En los dos meses en que libré la extraña guerra contra
el halcón albino, sólo una vez estuve cerca de él. Había estado cazándolo todo el día y me hallaba cansado. Me senté a reposar
y me quedé dormido bajo un eucalipto. El grito súbito de un halcón me despertó. Abrí los ojos sin hacer ningún otro movimiento,
y vi un ave blancuzca encaramada en las ramas más altas del eucalipto. Era el halcón albino. La caza había terminado. Iba
a ser un tiro difícil; yo estaba acostado y el ave me daba la espalda. Hubo una repentina racha de viento y la aproveché para
ahogar el sonido de alzar mi rifle 22 largo para apuntar. Quería esperar que el halcón se volviera o empezara a volar, para
no fallarle. Pero el ave permaneció inmóvil. Para mejor dispararle, habría tenido que moverme, y era demasiado rápida para
ello. Pensé que mi mejor alternativa era aguardar. Y eso hice durante un tiempo largo, interminable. Acaso me afectó la prolongada
espera, o quizá fue la soledad del sitio donde el halcón y yo nos hallábamos; de pronto sentí un escalofrío ascender por mi
espina y, en una acción sin precedente, me puse en pie y me fui. Ni siquiera vi si el halcón había volado.
Jamás atribuí
ningún significado a mi acto final con el halcón albino. Pero fue muy raro que no le disparara. Yo había matado antes docenas
de halcones. En la granja donde crecí, matar aves o cazar cualquier tipo de animal era cosa común y corriente. Don Juan
escuchó atentamente mientras yo narraba la historia del halcón albino. - ¿Cómo supo usted del halcón blanco? -pregunté
al terminar. - Lo vi -repuso. - ¿Dónde? Aquí mismo, frente a ti. Ya no me quedaban ánimos para discutir. -
¿Qué significa todo esto? -pregunté. Él dijo que un ave blanca como ésa era un augurio, y que no dispararle era lo único
correcto que podía hacerse. - Tu muerte te dio una pequeña advertencia -dijo con tono misterioso-. Siempre llega como escalofrío. -
¿De qué habla usted? -dije con nerviosismo. En verdad me había puesto nervioso con sus palabras fantasmagóricas. - Conoces
mucho de aves -dijo-. Has matado demasiadas. Sabes esperar. Has esperado pacientemente horas enteras. Lo sé. Lo estoy viendo.
Sus
palabras me produjeron gran turbación. Pensé que lo más molesto en él era su certeza. No soportaba yo su seguridad dogmática
con respecto a elementos de mi vida de los que ni yo mismo estaba seguro. Inmerso en mis sentimientos de depresión, no lo
vi inclinarse sobre mí hasta que me susurró algo al oído. No entendí al principio, y él lo repitió. Me dijo que volviera la
cabeza como al descuido y mirara un peñasco a mi izquierda. Dijo que mi muerte estaba allí, mirándome, y que si me volvía
cuando él me hiciera una seña, tal vez fuese capaz de verla. Me hizo una seña con los ojos. Volví la cara y me pareció
ver un movimiento parpadeante sobre el peñasco. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, los músculos de mi abdomen se contrajeron
involuntariamente y experimenté una sacudida, un espasmo. Tras un momento recobré la compostura y expliqué la sombra fugaz
que había visto como una ilusión óptica causada por volver la cabeza tan repentinamente.
- La muerte es nuestra eterna compañera -dijo don Juan con un aire sumamente serio-. siempre está a nuestra izquierda,
a la distancia de un brazo. Te vigilaba cuando tú vigilabas al halcón blanco; te susurró en la oreja y sentiste su frío, como
lo sentiste hoy. Siempre te ha estado vigilando. Siempre lo estará hasta el día en que te toque. Extendió el brazo y me
tocó levemente en el hombro, y al mismo tiempo produjo con la lengua un sonido profundo, chasqueante. El efecto fue devastador;
casi volví el estómago. - Tú eres el muchacho que acechaba su caza y esperaba pacientemente, como la muerte espera; sabes
muy bien que la muerte está a nuestra izquierda, igual que tú estabas a la izquierda del halcón blanco.
Sus palabras
tuvieron la extraña facultad de provocarme un terror injustificado; la única defensa era mi compulsión de poner por escrito
todo cuanto él decía. - ¿ Cómo puede uno darse tanta importancia sabiendo que la muerte nos está acechando? -preguntó. Sentí
que mi respuesta no era en realidad necesaria. De cualquier modo, no habría podido decir nada. Un nuevo estado de ánimo se
había posesionado de mí. - Cuando estés impaciente -prosiguió-, lo que debes hacer es voltear a la izquierda y pedir consejo
a tu muerte. Una inmensa cantidad de mezquindad se pierde con sólo que tu muerte te haga un gesto, o alcances a echarle un
vistazo, o nada más con que tengas la sensación de que tu compañera está allí vigilándote.
Volvió a inclinarse y me
susurró al oído que, si volteaba de golpe hacia la izquierda, al ver su señal, podría ver nuevamente a mi muerte en el peñasco. Sus
ojos me hicieron una seña casi imperceptible, pero no me atreví a mirar. Le dije que le creía y que no era necesario llevar
más lejos el asunto, porque me hallaba aterrado. Él soltó una de sus rugientes carcajadas. Respondió que el asunto de nuestra
muerte nunca se llevaba lo bastante lejos. Y yo argumenté que para mí no tendría sentido seguir pensando en mi muerte, ya
que eso sólo produciría desazón y miedo. - ¡Eso es pura idiotez! -exclamó-. La muerte es la única consejera sabia que tenemos.
Cada vez que sientas, como siempre lo haces, que todo te está saliendo mal y que estás a punto de ser aniquilado, vuélvete
hacia tu muerte y pregúntale si es cierto. Tu muerte te dirá que te equivocas; que nada importa en realidad más que su toque.
Tu muerte te dirá: “Todavía no te he tocado.”
Fotos, de arriba abajo: Rene
Asmussen Cary Maures David Martin Armagan Bice
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