El artista autista
—Dibuja esto —dije y le di a José mi reloj de bolsillo.
José tenía unos veintiún años, decían que era un retrasado mental
sin esperanza, y había tenido antes uno de los violentos ataques que
padece. Era delgado, de aspecto frágil.
Su distracción, su inquietud, desaparecieron bruscamente. Cogió el
reloj con mucho cuidado, como si fuese un talismán o una joya, se lo
puso delante y lo miró fijamente con una concentración inmóvil.
—Es un idiota —interrumpió el ayudante—. No le pregunte
nada. No
sabe lo que es... no sabe leer la hora. No habla siquiera. Dicen que es
«autista» pero no es más que un idiota.
José se puso pálido, puede que más por el tono del ayudante que por
sus palabras... el ayudante había dicho antes que José no utilizaba
palabras.
—Vamos —dije—. Sé que puedes hacerlo.
José dibujó con una quietud absoluta, concentrándose
completamente en el relojito que tenía delante, bloqueando todo lo
demás. Por primera vez era audaz, no vacilaba, estaba integrado, no
distraído. Dibujó rápida pero minuciosamente, con un trazo limpio, sin
tachaduras.
Yo pido siempre a mis pacientes que, si les es posible, escriban y
dibujen, en parte como índice aproximado de varias aptitudes, pero
también como expresión de «carácter» o «estilo».
José había dibujado el reloj con notable fidelidad, reproduciendo
todos los rasgos (al menos todos los rasgos esenciales, no incluyó «
Westclox, shock resistant, made in USA»), no
sólo la «hora» (aunque ésta
fue registrada fielmente como las 11: 31), sino también todos los
minutos y el circulito interior de los segundos y, además, la ruedecilla
estriada y la presilla trapezoidal del reloj que sirve para engancharlo
a
una cadena. La presilla estaba sorprendentemente amplificada, pero
todo lo demás guardaba la proporción debida. Y las cifras, ahora que
me fijo en ellas, eran de tamaños distintos, de formas distintas, de
estilos distintos... unas gruesas, otras finas; unas alineadas, otras
intercaladas; unas sencillas y otras más elaboradas, incluso un poco
«góticas». Y la manecilla del minutero, que pasa más bien desapercibida
en el original, había recibido un tratamiento que le otorgaba una
prominencia chocante, como los pequeños indicadores internos de los
relojes estelares o astrolabios.
La expresión general del objeto, su «sentimiento», había sido captada
sorprendentemente, y resultaba aun más sorprendente si, tal como
había dicho el ayudante, José no tenía idea del tiempo. Y por otra parte
había una extraña mezcla de exactitud precisa, casi obsesiva, y de
variaciones y elaboraciones curiosas y, (en mi opinión, chistosas).
Esto me desconcertó, me obsesionó mientras volvía en el coche a
casa. ¿Un «idiota»? ¿Autismo? No. Allí había algo más.
No me llamaron más para ver a José. La primera llamada, un
domingo por la noche, había sido un caso de emergencia. Llevaba
teniendo ataques todo el fin de semana y, por la tarde, yo le había
recetado por teléfono cambios en los anticonvulsivos que tomaba. Una
vez «controlados» los ataques, no hacía falta ya atención neurológica.
Pero a mí aún me asediaban los problemas que planteaba el reloj, y
tenía la sensación de que había allí un misterio sin resolver. Necesitaba
volver a verlo. Así que preparé otra visita y decidí examinar su historial
completo (la otra vez que le había visto sólo me habían dado una ficha
de consulta muy poco informativa).
José entró en la clínica con un aire indiferente (no tenía ni idea, de
por qué le habían llamado, quizás ni le importase) pero se le iluminó
la
cara con una sonrisa en cuanto me vio. Desapareció la expresión vacua
e indiferente, la máscara que recordaba yo. Sustituida por una sonrisa
súbita, tímida, como una visión fugaz a través de una puerta.
—He estado pensando en ti, José —dije; quizás no entendiese
mis
palabras, pero entendía el tono—. Quiero ver más dibujos.
Y le di mi pluma.
¿Qué podía pedirle que dibujase esta vez? Llevaba conmigo, como
siempre, un ejemplar de Arizona Highways, una revista que tiene
unas
magníficas ilustraciones y que me gusta mucho, siempre la llevo con
fines neurológicos, para hacer pruebas a mis pacientes. En la portada
se veía una escena idílica, dos personas cruzando un lago en una
canoa, con un fondo de montañas y el sol poniente. José empezó por el
primer plano, una masa casi negra perfilada contra el agua, lo dibujó
con gran exactitud y empezó a rellenarlo. Pero era evidente que esto era
tarea para el pincel y no para una pluma.
—Ahórrate eso —dije y luego le indiqué—: Sigue con la
canoa.
Rápidamente, sin vacilar, José dibujó la canoa y las figuras en
silueta. Las miró, luego apartó la vista, con las formas fijadas en el
pensamiento... y luego, rápidamente, las dibujó ladeando la pluma.
También en este caso, y de modo aun más sorprendente, debido a
que se trataba de una escena completa, me quedé asombrado ante la
rapidez y la minuciosa exactitud de la reproducción, y aun más
teniendo en cuenta que José había mirado la canoa y luego había
apartado la vista de ella, tras haberla captado. Éste era un poderoso
argumento contra la idea del puro calco (el ayudante había dicho
antes: «Es como una Xerox») e indicaba que José había captado la
canoa como una imagen, mostrando una capacidad sorprendente no
sólo de copia sino de percepción. Porque la imagen tenía una calidad
dramática que no existía en el original. Se hallaban presentes todas
las características de lo que Richard Wollheim llama «iconicidad»
(subjetividad, intencionalidad, dramatización). Así pues, por encima y
además de la capacidad de mera reproducción, aunque ésta fuese
sorprendente, parecía tener evidentes capacidades de imaginación y
creatividad. No era una canoa sino su canoa lo que aparecía
en el
dibujo.
Pasé a otra página de la revista, a un artículo sobre la pesca de
truchas, una acuarela de un río truchero, con un fondo de rocas y
árboles y en primer plano una trucha arcoiris a punto de cazar una
mosca.
—Dibuja esto —dije, señalando la trucha. La miró atentamente,
pareció sonreír para sí, y luego apartó la vista... y entonces, con
evidente gozo, la sonrisa fue creciendo y creciendo, mientras
dibujaba un pez propio.
Yo sonreía para mí, involuntariamente, mientras él dibujaba, porque
ya, sintiéndose cómodo conmigo, se dejaba ir, y lo que brotaba,
tímidamente, no era simplemente un pez, sino un pez con una especie
de «carácter» propio.
Al original le faltaba carácter, parecía sin vida, bidimensional,
disecado incluso. Sin embargo el pez de José ladeado y equilibrado era
notablemente tridimensional, se parecía mucho más a una trucha real
que el original. Y no sólo le había añadido verosimilitud y animación
sino algo más, algo notablemente expresivo, aunque no propio del todo
de un pez: una boca grande, cavernosa, ballenesca; un morro
ligeramente cocodrilesco; un ojo que resultaba, era patente, claramente
humano, y que tenía un brillo claramente pícaro. Era un pez muy
divertido (no era chocante que José hubiese sonreído), una especie de
pez-persona, un personaje de parvulario, como el hombre de pies de
rana de Alicia.
Ahora tenía ya algo para seguir. El dibujo del reloj me había
sorprendido, había estimulado mi interés, pero no había aportado, por
sí solo, ni ideas ni conclusiones. La canoa había revelado que José
tenía una impresionante memoria visual, y algo más. La trucha
demostraba una imaginación clara y vivaz, sentido del humor y algo
emparentado con las ilustraciones de los cuentos de hadas. No se
trataba, desde luego, de gran arte, era «primitivo», quizás fuese arte
infantil; pero no había duda de que se trataba de un tipo de arte. Y la
imaginación, la alegría, el arte son precisamente lo que uno no espera
encontrar en los idiotas, en los sabios idiotas ni en los autistas.
Ésta es
al menos la opinión predominante.
Mi amiga y colega Isabelle Rapin había visto a José años atrás,
cuando lo llevaron con «ataques incurables» a la clínica neurológica
infantil... y ella, con su gran experiencia, consideró, sin una sola duda,
que José era «autista». La doctora Rapin había escrito lo siguiente sobre
el autismo en general:
Un número reducido de niños autistas son sumamente eficientes
descodificando lenguaje escrito y llegan a ser hiperléxicos o a
obsesionarse con los números... La extraordinaria habilidad de algunos
niños autistas para resolver rompecabezas, desmontar juguetes
mecánicos o descifrar textos escritos quizás refleje las consecuencias
de que la atención y el aprendizaje se centren extraordinariamente en
tareas espaciales-visuales no verbales hasta el punto de excluir, o
quizás por ello, la falta de exigencia de habilidades verbales de
aprendizaje. (1982, págs. 146-50)
Lorna Selfe, en su asombroso libro Nadia (1978) hace comentarios
bastante parecidos, refiriéndose concretamente al dibujo. Todas las
exhibiciones y habilidades de autistas o de sabios idiotas se basaban
al
parecer, según dedujo la doctora Selfe de la literatura relacionada,
exclusivamente en el cálculo y en la memoria, nunca en algo
imaginativo o personal. Y si los niños autistas sabían dibujar (algo que
se creía sucedía con muy poca frecuencia) sus dibujos eran también
meramente mecánicos. «Islas aisladas de eficiencia» y «habilidades
fragmentarias», así se las denomina en la literatura científica. No se
acepta una personalidad individual, y no digamos ya creadora.
Qué era José, entonces, hube de preguntarme. ¿Qué clase de ser?
¿Qué pasaba dentro de él? ¿Cómo había llegado al estado en que se
hallaba? ¿Y qué estado era aquél... y podría hacerse algo?
La información disponible me ayudó y me desconcertó al mismo
tiempo; la masa de «datos» acumulada desde la primera manifestación
de su extraña enfermedad, su «estado». Tuve a mi disposición una
extensa ficha que contenía las primeras descripciones de su
enfermedad original: una fiebre muy alta a los ocho años, acompañada
de la aparición de ataques incesantes, y luego continuos, y la rápida
aparición de una condición de lesión cerebral o autista. (Había habido
dudas desde el principio respecto a lo que pasaba exactamente. )
Durante el estadio agudo de la enfermedad el fluido espinal había
sido anormal. El criterio unánime era que probablemente hubiese
padecido un tipo de encefalitits. Los ataques eran de varios tipos
distintos: petit mal, grana mal, «acinéticos» y «psicomotores»,
siendo
estos últimos de un tipo excepcionalmente complejo.
Los ataques psicomotores pueden ir acompañados también de
violencia y pasión súbitas, y de la aparición de estados de conducta
peculiares, incluso entre un ataque y otro (la llamada personalidad
psicomotora). Se relacionan invariablemente con trastornos, o lesiones
en los lóbulos temporales, y en el caso de José numerosos
electroencefalogramas habían demostrado que había un trastorno grave
de lóbulo temporal, tanto en el izquierdo como en el derecho.
Los lóbulos temporales están relacionados también con la capacidad
auditiva y, concretamente, con la percepción y la formación del
lenguaje. La doctora Rapin no sólo había considerado a José «autista»,
sino que se había preguntado si un trastorno del lóbulo temporal no
habría provocado una «agnosia verbal auditiva», una incapacidad para
identificar sonidos verbales que alteraba su capacidad para utilizar o
entender la palabra hablada. Porque lo más sorprendente, aunque
había de interpretarse (y se ofrecieron interpretaciones psiquiátricas
y
neurológicas), era la pérdida o regresión del lenguaje, de manera que
José, previamente «normal» (o así lo afirmaban al menos sus padres), se
hizo «mudo», y dejó de hablar a los demás cuando se puso enfermo.
Al parecer había una capacidad que se conservaba... que quizás de
un modo compensatorio estaba potenciada: un vigor y una pasión
insólitos en relación con el dibujo, que se habían hecho evidentes desde
la infancia y que parecían en cierta medida algo hereditario y familiar,
pues a su padre siempre le había gustado dibujar y su hermano mayor
(mucho mayor) era un artista de éxito. Con la aparición de la
enfermedad; con aquellos ataques que parecían incurables (podía tener
veinte o treinta grandes convulsiones al día, e innumerables «ataques
pequeños», caídas, «lagunas» o «estados de ensueño»); con la pérdida del
lenguaje y con su «regresión» intelectual y emotiva general, José se halló
en una situación extraña y trágica. Tuvo que dejar de asistir a la
escuela, aunque durante algún tiempo le pusieron un profesor
particular, y volvió de forma permanente a la familia, como un niño
retrasado «de jornada completa», epiléptico, autista, quizás afásico.
Se le
consideró ineducable, incurable y, en términos generales, un caso
perdido. A los nueve años se le marginó de la escuela, de la sociedad,
de
casi todo lo que debía ser la «realidad» para un niño normal.
Durante quince años apenas si salió de su casa, en principio debido
a los «ataques incurables», su madre decía que no se atrevía a sacarle
porque tendría veinte o treinta ataques en la calle todos los días.
Probaron a administrarle anticonvulsivos de todo tipo, pero su epilepsia
parecía «incurable»: al menos ésta era la opinión firme que figuraba en
su historial. Tenía hermanos y hermanas mayores, pero era, con mucha
diferencia de edad, el más pequeño, el «bebé grande» de una mujer que
se aproximaba a los cincuenta.
Disponemos de muy poca información sobre estos años intermedios.
Lo cierto es que José desapareció del mundo, quedó «perdido para el
tratamiento complementario», no sólo desde el punto de vista médico
sino desde el punto de vista general, y podría haber seguido perdido
para siempre, encerrado y convulso en su habitación del sótano si no
hubiese «explotado» de forma violenta en fecha muy reciente y le
hubiesen llevado por primera vez al hospital. No carecía completamente
de vida interior allí en el sótano. Mostraba verdadera pasión por las
revistas con muchas imágenes, sobre todo de historia natural, del tipo
National Geographic, y
cuando podía, entre ataque y ataque, buscaba
lápices y dibujaba lo que veía.
Estos dibujos quizás fuesen su único vínculo con el mundo exterior,
y especialmente el mundo de los animales y de las plantas, de la
naturaleza, que tanto le entusiasmaba de niño, sobre todo cuando salía
a dibujar con su padre. Esto, y sólo esto, le era permitido conservar,
era
el único vínculo que le quedaba con la realidad.
Ésta era pues la historia que recibí, o, más bien, que estructuré a
partir de su ficha o fichas, de unos documentos tan notables por lo que
no contenían como por lo que contenían... La documentación, en fin,
salvo la pequeña «laguna» de quince años, de una asistenta social que
había visitado la casa, se había interesado por él, pero no había podido
hacer nada; y de sus padres, ancianos ya y enfermos, también. Pero
nada de esto habría salido a la luz si no se hubiese producido un
arrebato de violencia súbito, sin precedentes y aterrador (un arrebato
en el que se rompieron objetos) que condujo a José a un hospital del
Estado por primera vez.
No estaba claro ni mucho menos qué había provocado este arrebato,
si había sido un brote de violencia epiléptica (como los que se dan, muy
excepcionalmente, en ataques del lóbulo temporal muy graves), si se
trataba, en los términos simplistas de su ficha de ingreso, simplemente
de «una psicosis», o si constituía una petición de ayuda desesperada,
final, de un alma torturada que estaba muda y no tenía ningún medio
directo de expresar sus problemas, sus necesidades.
Lo que estaba claro era que el ingreso en el hospital y el que se
«controlasen» sus ataques mediante nuevas y potentes drogas por
primera vez, le otorgó cierto espacio y cierta libertad, un «desahogo»,
fisiológico y psicológico a la vez, algo que no había experimentado desde
los ocho años.
Los hospitales, los hospitales del Estado, suelen considerarse
«instituciones totales» en el sentido de Ervin Goffman, orientadas
principalmente a la degradación de los pacientes. No hay duda de que
es así, y en una escala enorme. Pero pueden ser también «asilos» en el
mejor sentido del término, un sentido que quizás Goffman apenas tuvo
en cuenta: lugares que proporcionen refugio al alma atribulada y a la
deriva, que le proporcionen justamente esa mezcla de orden y libertad
que tanto necesita. José había padecido confusión y caos (en parte
epilepsia orgánica, en parte el propio trastorno de su vida) y de
confinamiento y cautiverio también, existencial y epiléptico a la vez.
El
hospital le hizo bien, quizás le salvó la vida, en aquel punto de su
existencia, y no hay duda de que él por su parte se daba perfecta
cuenta de ello.
Súbitamente también, tras la cerrazón moral, la intimidad febril de
su casa, pasó a encontrarse con otros, encontró un mundo,
«profesional» e interesado a la vez: distanciado, acrítico, sin criterios
morales, sin acusaciones, pero al mismo tiempo con un sentimiento
real tanto respecto a él como respecto a sus problemas. En este punto,
en consecuencia (llevaba ya en el hospital cuatro semanas), empezó a
tener esperanzas; a sentirse más animado, a recurrir a otros que era
algo que nunca había hecho... al menos desde la aparición del autismo
cuando tenía ocho años.
Pero la esperanza, el recurrir a otros, la interacción, era algo
«prohibido» y también, sin duda, aterradoramente complicado y
«peligroso». José había vivido quince años en un mundo protegido y
cerrado, en lo que Bruno Bettelheim llama en su libro sobre el autismo
la «fortaleza vacía».
Pero para él no estaba, no había estado nunca, vacía del todo;
siempre había sentido aquel amor por la naturaleza, por los animales y
las plantas. Esta parte de él, esta puerta, había permanecido
abierta
siempre. Pero ahora surgía la tentación y la presión para «interactuar»,
presión que a menudo era excesiva, que llegaba demasiado pronto. Y
precisamente en ese período José «recayó», volvió de nuevo, como
buscando tranquilidad y seguridad, al aislamiento, a los movimientos
de balanceo, que había manifestado en un principio.
La tercera vez que vi a José no le hice traer a la clínica: subí, sin
avisar, al pabellón de admisión. Estaba allí sentado, balanceándose, en
la aterradora sala de día, la expresión hermética, los ojos cerrados,
una
imagen de regresión. Sentí un desasosiego de horror, cuando le vi así,
pues me había imaginado la posibilidad, me había permitido la idea, de
«una recuperación firme y continuada». Hube de ver a José en un
estado regresivo (y habría de verlo una y otra vez) para entender que
para él no habría un simple «despertar», sino un camino cargado de una
atmósfera de peligro, de amenaza doble, aterrador además de
emocionante... porque José había llegado a amar los barrotes de su
cárcel.
En cuanto le llamé se incorporó de un salto y, ávido, ansioso, me
siguió a la sala de arte. Saqué una vez más una buena pluma del
bolsillo, pues parecía sentir aversión por las tizas, que era lo único
que
utilizaban en el pabellón.
—Ese pez que dibujaste —lo indiqué con un gesto en el aire,
pues no
sabía hasta qué punto podía entender mis palabras— aquel pez, ¿eres
capaz de recordarlo,
podrías dibujarlo otra vez?
Él asintió ávidamente y me quitó la pluma de la mano. Hacía tres
semanas que no la veía. ¿Qué dibujaría ahora?
Cerró los ojos un momento (¿conjurando una imagen?) y luego
dibujó. Seguía siendo una trucha, con manchas irisadas, aletas
flequeadas y cola ahorquillada, pero, esta vez, con rasgos egregiamente
humanos, un extraño ollar (¿qué pez tiene ollares?) y un par de
carnosos labios humanos.
Estuve a punto de cogerle la pluma, pero, no, no había
terminado. ¿En qué pensaba? La imagen estaba completa. La
imagen quizás, pero la escena no. Antes el pez existía (como un
icono) aislado: ahora iba a convertirse en parte de un mundo, de
una escena. Rápidamente dibujó un pez pequeño, un compañero,
entrando en el agua, cabrioleando, claramente jugando. Y luego
fue surgiendo la superficie del agua, elevándose en una súbita ola
tumultuosa. Al dibujar la ola se excitó mucho y emitió un grito
extraño, misterioso.
Yo no pude evitar la sensación, quizás un tanto facilona, de que
aquel dibujo era simbólico, el pez pequeño y el pez grande, ¿quizás
él y yo?, pero lo más importante, y lo más emocionante, era la
representación espontánea, el impulso, que no era sugerencia mía,
que partía enteramente de él, de introducir aquel elemento nuevo...
una interacción viva en lo que dibujaba. La interacción había estado
ausente en sus dibujos y en su vida hasta entonces. Ahora, aunque
sólo como un juego, como un símbolo, se le permitía volver. ¿O no?
¿Qué era aquella ola furiosa, vengadora? Lo mejor era volver a
terreno firme, pensé; basta de asociación libre. Había visto
capacidad, pero había visto también, y percibido, peligro. Había que
volver a la Madre Naturaleza, segura, edénica, de antes de la caída.
Vi en la mesa una tarjeta de Navidad, un petirrojo en el tronco de
un árbol, nieve y ramitas peladas alrededor. Indiqué el pájaro y le di
la pluma a José. Dibujó el pájaro magníficamente, y utilizó una
pluma roja para el pecho. Los pies tenían algo de garras asiendo la
corteza (me sorprendió, entonces y más tarde, la necesidad que
tenía de subrayar la capacidad de asir de manos y pies, de
establecer contacto seguro, casi apremiante, obsesivo). Pero (¿qué
sucedía?) la seca ramita invernal, próxima al tronco de árbol, había
crecido en el dibujo, convirtiéndose en un brote abierto florido.
Había otras cosas que quizás fuesen simbólicas, aunque no podía
estar seguro. Pero la transformación destacada y emocionante y
más significativa era ésta: que José había transformado el invierno
en primavera.
Ahora, por fin, empezaba a hablar. (Aunque «hablar» es un término
demasiado fuerte para las emisiones extrañas, titubeantes,
ininteligibles que brotaban, sorprendiéndole a él en ocasiones tanto
como a nosotros.) Porque todos nosotros, José incluido, le habíamos
considerado total e incorregiblemente mudo, por incapacidad, por
indisposición o por ambas cosas (había la actitud, además del hecho,
de
no hablar). Y también aquí nos resultaba imposible determinar cuánto
era «orgánico» y cuánto era cuestión de «motivación». Habíamos
reducido, aunque no eliminado, sus trastornos del lóbulo temporal...
sus electroencefalogramas no eran nunca normales; mostraban aún en
esos lóbulos una especie de murmullos eléctricos de baja intensidad,
espigas ocasionales, disritmia, ondas lentas. Pero constituían una
inmensa mejora comparados con lo que eran en el momento de su
ingreso en la institución. José podía eliminar la convulsividad, pero
no
podía reparar la lesión que la había sostenido.
No cabía duda de que habíamos conseguido mejorar sus potenciales
fisiológicos del habla, aunque había una deficiencia en su capacidad de
utilizar, comprender e identificar el lenguaje, con la que,
indudablemente, habría de enfrentarse siempre. Pero, y tenía una
importancia similar, ahora luchaba por recuperar su entendimiento y
su lenguaje (instado por todos nosotros y guiado en particular por el
terapeuta del lenguaje), mientras que hasta entonces había aceptado la
situación, desesperada o masoquísticamente, y se había negado casi en
redondo a la comunicación con los demás, verbal y de cualquier otro
tipo. El deterioro del lenguaje y la negativa a hablar se habían unido
previamente en la malignidad doble de la enfermedad; ahora, la
recuperación del lenguaje y las tentativas de hablar se unían felizmente
en la doble benignidad de empezar a curarse. Era evidente, hasta para
los más optimistas, que José no llegaría a hablar nunca de un modo
normal, que el lenguaje jamás podría ser para él un auténtico vehículo
de autoexpresión, que sólo podría servir para expresar sus necesidades
más elementales. Y también él parecía creer esto y, aunque siguiese
luchando por recuperar la palabra, se volcaba más rabiosamente en el
dibujo como forma de autoexpresión.
Un último episodio. José había sido trasladado del pabellón de
ingreso de frenéticos a un pabellón especial más tranquilo y sosegado,
más hogareño, menos carcelario que el resto del hospital: un pabellón
que contaba con una calidad y un número excepcional de especialistas
y de personal, concebido especialmente, como diría Bettelheim, como
«un hogar para el corazón», para pacientes con autismo que parecen
requerir un tipo de atención amorosa y esmerada que pocos hospitales
pueden proporcionar. Cuando subí a este nuevo pabellón, José me hizo
un gesto vivo con la mano en cuanto me vio, un gesto expansivo,
franco. Jamás lo hubiese imaginado capaz de un gesto como aquél.
Indicó la puerta cerrada, quería que la abriesen, quería salir.
Me condujo él mismo escaleras abajo, afuera, al jardín cubierto de
hierba, bañado por el sol. Según pude saber no había salido,
voluntariamente, desde los ocho años, desde el principio mismo de su
enfermedad y su retiro. Ni siquiera tuve que ofrecerle una pluma...
cogió una él mismo. Paseamos por el jardín, José miraba de cuando en
cuando el cielo y los árboles, pero sobre todo miraba el suelo, a sus
pies, la alfombra malva y amarilla de trébol y diente de león sobre la
que caminaba. Tenía buena vista para los colores y las formas de las
plantas, localizó enseguida y cogió un extraño trébol blanco y localizó
también uno aun más raro de cuatro hojas. Diferenció nada menos que
siete tipos distintos de hierba y pareció identificar, saludar, a cada
uno
de ellos como a un amigo. Le entusiasmaban sobre todo los grandes
dientes de león amarillos, abiertos, todas las florecillas expuestas al
sol.
Aquélla era su planta... así lo sentía, y para demostrar su sentimiento
la dibujaría. La necesidad de dibujar, de rendir homenaje gráfico, era
inmediata y vigorosa: se arrodilló, colocó el cuaderno en el suelo, y,
cogiendo el diente de león, lo dibujó.
Creo que era el primer dibujo del natural que José hacía desde que
su padre lo llevaba de niño a dibujar al campo, antes de que cayese
enfermo. Es un dibujo espléndido, fiel, lleno de vida. Muestra su amor
a
la realidad, a otra forma de vida. Es, en mi opinión, bastante similar,
y
no inferior, a las magníficas y vividas flores que se ven en los herbarios
y botánicas medievales, esmerada, botánicamente exacta, aunque José
no tenga ningún conocimiento formal de botánica, y no pueda
enseñársele o entenderlo si se intentase. Su inteligencia no está
estructurada para lo abstracto, lo conceptual. Eso no es para él
asequible como vía hacia la verdad. Pero José tiene una pasión y una
capacidad real para lo particular, le encanta, entra en ello, lo recrea.
Y
lo particular, si uno es suficientemente particular, es también una vía
(podríamos decir que es la vía de la naturaleza) hacia la realidad y la
verdad.
Lo abstracto, lo categórico, no tiene el menor interés para el autista,
para el que lo concreto, lo particular, lo singular, lo es todo. No hay
la
menor duda de que es así, sea por una cuestión de capacidad o de
disposición. El autista, que carece del sentido de lo general, o de
disposición para apreciarlo, parece estructurar su visión del mundo
exclusivamente a base de detalles particulares. Viven así no en un
universo sino en lo que William James llamaba un «multiverso» de
detalles innumerables, precisos y apasionadamente intensos. Se trata
de una mentalidad situada en el extremo opuesto de la generalizadora,
la científica, pero que es a pesar de ello «real», igualmente real, de
un
modo completamente distinto. Esta mentalidad la imaginó Borges en su
relato «Funes el memorioso» (lo mismo que Luria en su Mnemotécnico):
[Ireneo], no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales,
platónicas... En el vertiginoso mundo de Funes, había sólo detalles,
casi inmediatos en su presencia... Nadie... ha sentido el calor y la
presión de una realidad tan infatigable corno la que día y noche
convergía sobre el infeliz Ireneo.
A José le sucedía exactamente lo mismo que al Ireneo de Borges.
Pero no es inevitablemente una circunstancia desdichada: en los
detalles particulares puede haber una satisfacción profunda, sobre todo
si brillan, como podían brillar para José, con un resplandor
emblemático.
Yo creo que José, un autista, un retrasado además, tiene un don tal
para lo concreto, para la forma, que es, a su manera, un naturalista
y
un artista nato. Capta el mundo como formas (formas sentidas de un
modo directo e intenso) y las reproduce. Posee unas magníficas
capacidades reproductivas, pero posee también capacidades figurativas.
Es capaz de dibujar una flor o un pez con una fidelidad sorprendente,
pero puede también dibujar uno que sea una personificación, un
emblema, un sueño, o una broma. ¡Y se considera al autista falto de
imaginación, de alegría, de arte!
En realidad no se admite que existan criaturas como José. No se
admite que existan artistas infantiles autistas como «Nadia». ¿Son tan
excepcionales realmente, o se los margina? Nigel Dennis, en un
brillante ensayo sobre Nadia que apareció en la New
York Review of
Books (4 de mayo de 1978),
se pregunta cuántas «Nadias» del mundo
son menospreciadas o marginadas, sus notables trabajos desechados y
destinados a la papelera, o simplemente, como en el caso de José,
tratados sin consideración alguna, como un don extraño, aislado,
insignificante, sin ningún interés. Pero el artista autista o (seamos
menos arrogantes) la imaginación autista, no es algo excepcional ni
mucho menos. He visto docenas de ejemplos de ella y sin hacer ningún
esfuerzo especial por buscarlos.
Los autistas, por su carácter, raras veces están abiertos a
influencias. Su «destino» es estar aislados, y en consecuencia ser
originales. Su «visión», si puede vislumbrarse, procede de dentro y
parece aborigen. A mí me parecen, a medida que veo más ejemplos, una
especie extraña en nuestro medio, rara, original, dirigida totalmente
hacia dentro, distinta a todas las demás.
El autismo se consideró en tiempos como una esquizofrenia de
infancia, pero es más bien lo contrario fenómenológicamente. El
esquizofrénico está siempre aquejado de «influencia» del exterior: es
pasivo, se juega con él, no puede ser él mismo. El autista se quejaría
(si
se quejase) de ausencia de influencia, de aislamiento absoluto.
«Ningún hombre es una isla, completa en sí misma», escribió Donne.
Pero esto es precisamente lo que es el autismo: una isla, separada del
continente. En el autismo «clásico», que se hace manifiesto, y es a
menudo total, en el tercer año de vida, la separación es tan prematura
que puede no haber ningún recuerdo del continente. En el autismo
«secundario», como el de José, debido a lesión cerebral en una etapa
más tardía de la vida, hay algún recuerdo, puede que cierta nostalgia,
del continente. Quizás esto explique por qué José era más accesible que
la mayoría, y por qué podía, dibujando al menos, mostrar que se
producía interacción.
¿El ser una isla, el estar separado, es inevitablemente una muerte?
Puede ser una muerte, pero no inevitablemente. Porque aunque se
hayan perdido las conexiones «horizontales» con los demás, con la
sociedad y la cultura, puede haber aún conexiones «verticales»
intensificadas y vitales, conexiones directas con la naturaleza, con la
realidad, sin influencias, sin intermediarios, inasequibles para
cualquier otro. Este contacto «vertical» es muy notable en el caso de
José, debido a la penetrante franqueza, la claridad absoluta de sus
percepciones y dibujos, sin la menor huella o matiz de ambigüedad o
desviación, un vigor pétreo, sin influencia ajena.
Esto nos lleva a nuestra cuestión final: ¿hay algún «lugar» en el
mundo para un hombre que es como una isla, que no puede ser
aculturado, al que no se le puede hacer formar parte del continente?
¿Puede «el continente» adaptarse a lo singular, hacerle un sitio? Hay
similitudes aquí con las reacciones sociales y culturales ante el genio.
(No quiero sugerir con esto, claro, que todos los autistas posean un
talento genial, sólo que comparten con el genio el problema de la
singularidad. ) Concretando más: ¿qué le reserva el futuro a José? ¿Hay
algún «lugar» para él en el mundo que emplee su autonomía, pero
la
deje intacta?
¿Podría, con su excelente vista y su gran amor a las plantas, hacer
ilustraciones para obras botánicas o herbarios? ¿Podría ser ilustrador
de textos de anatomía o de zoología? (Véase el dibujo que me hizo
cuando le enseñé una ilustración de un manual del tejido en capas
llamado «epitelio ciliado». ) ¿Podría participar en expediciones científicas
y hacer dibujos (pinta y hace maquetas con la misma facilidad) de
especies raras? Su concentración pura sobre el objeto que tiene delante
sería ideal en estas circunstancias.
O, dando un salto extraño pero no absurdo, ¿podría, con sus
peculiaridades, su idiosincrasia, hacer dibujos para cuentos de hadas,
cuentos para párvulos, cuentos bíblicos, mitos? O (dado que no sabe
leer y para él las letras son sólo formas puras y bellas) ¿no podría
ilustrar, y adornar, las soberbias mayúsculas de misales y breviarios
manuscritos? Ha hecho bellos retablos para iglesias, en mosaico y en
madera coloreada. Ha tallado letras exquisitas en lápidas. Su «trabajo»
actual es escribir con letras de imprenta letreros diversos para el
pabellón, que hace con los adornos y fiorituras de una Carta Magna
moderna. Todo esto puede hacerlo, y hacerlo muy bien. Y sería útil y
placentero para los demás, y placentero también para él. Podría hacer
todas estas cosas, pero, por desgracia, no hará ninguna, salvo que
alguien muy comprensivo, y con oportunidades y medios, pueda guiarlo
y emplearlo. Porque, tal como están las cosas, probablemente no haga
nada, y lleve una vida inútil y estéril, como la que llevan tantos otros
autistas en pabellones retirados de un hospital del Estado, donde ni les
hacen caso ni los tienen en cuenta.
Postdata
Después de publicar esta pieza, volví a recibir muchas separatas y
cartas, siendo las más interesantes, las de la doctora C. C. Park. Está
muy claro (como sospechaba Nigel Dennis) que aunque «Nadia» quizás
haya sido un caso único (una especie de Picasso) no son algo
excepcional las dotes artísticas de un nivel bastante elevado entre los
autistas. Es casi inútil hacer pruebas de capacidad artística, tipo la
prueba de inteligencia «dibuja-un-hombre» de Goodenough: tiene que
surgir, como en el caso de «Nadia», de José y de la «Ella» de los Park,
una producción espontánea de dibujos sorprendentes.
La doctora Park, en un interesante comentario ricamente ilustrado de
«Nadia» (1978) expone, basándose en su experiencia con su propia hija,
y también en un repaso de la literatura mundial sobre el tema, lo que
parecen ser las características cardinales de estos dibujos. Se incluyen
características «negativas», como la influencia y el estereotipo, y,
«positivas», como una capacidad excepcional para la plasmación
aplazada y para plasmar
el objeto como percibido (no como concebido):
de ahí esa especie de inspirada ingenuidad que se hace tan patente.
También indica la doctora Park una relativa indiferencia en lo referente
a mostrar reacciones de otros, que podría parecer que plasman estos
niños no educables. Y sin embargo es evidente que no tiene por qué ser
así de modo necesario. Estos niños no son necesariamente
impermeables a la enseñanza o a la atención, aunque éstas puedan
tener que ser de un tipo muy especial.
La doctora Park, además de experimentar con su propia hija, que es
ya una artista adulta consumada, cita también las experiencias
fascinantes e insuficientemente conocidas de los japoneses, sobre todo
de Morishima y Motzugi, que han logrado éxitos notables en la tarea de
convertir a autistas con un talento infantil no educado (y en apariencia
impermeable a la educación) en artistas adultos de un buen nivel
profesional. Morishima se inclina por técnicas especiales de instrucción
(«un cultivo del talento sumamente estructurado»), un tipo de
aprendizaje que se atiene a la tradición cultural japonesa clásica, y
al
fomento del dibujo como medio de comunicación. Pero este aprendizaje
formal, aunque sea decisivo, no es suficiente. Hace falta una relación
más íntima e intensa. Las palabras con que la doctora Park pone fin a
su comentario pueden poner fin también muy adecuadamente a «El
mundo de los simples»:
El secreto puede hallarse en cualquier parte, en la dedicación que llevó
a Motzugi a vivir con otro artista retardado en su casa, y a escribir:
«El
secreto para poder desarrollar el talento de Yanamura fue compartir
su
espíritu. El maestro debería amar a la bella y sincera persona
retardada y convivir con un mundo purificado y retardado».
Oliver Sacks