EL MONSTRUO
Y EL CORDERO
Cuando la Alemania
hitleriana estaba derrumbándose, atrajo mi atención un breve artículo en una página interior de The New York Times. Decía
más o menos así: "Reinhold Heusch, uno de los criminales de guerra nazis más buscados,
se suicidó al ser apresado por los soldados norteamericanos en el sótano de una casa bombardeada en Francfort. Heusch, que
era subjefe de la SS nazi, con el grado de teniente general, comandaba las infames tropas de aniquilación, y estaba a cargo
de la campaña de exterminio contra los judíos y otros “enemigos del Estado nazi”, de la muerte de los defectuosos
mentales y físicos en Alemania, y de la destrucción de los movimientos de resistencia en los países ocupados. Era un individuo
tan cruel, feroz y sanguinario que sus propios hombres lo llamaban “el Monstruo” (Das Ungeheuerf)
Era la primera vez,
desde de mi partida de Alemania durante el invierno de 1933, que había oído o visto el nombre de Hensch. Pero a menudo había
pensado en él, pues yo había pasado mi última noche en Alemania en compañía del “Monstruo”.
Un año antes, durante
la primavera de 1932, había comprendido que no deseaba permanecer en Alemania silos nazis ejercían el poder. Un viejo amigo
había venido a visitarme a Frankfort, donde yo vivía entonces. Pasamos la velada juntos conversando de nuestros temores por
el futuro. De pronto, oí mi propia voz que decía: “Bertholt, de una cosa estoy seguro. Silos nazis asumen el poder,
no me quedaré en Alemania.
Creo que antes no
había prestado atención consciente a dicha decisión. Pero cuando me oí decir esas palabras, comprendí que estaba decidido.
Y también supe que en el fondo de mi corazón —aunque quizá todavía no en mi mente— estaba convencido de que los
nazis asumirían el poder.
Había llegado a Alemania
durante el otoño de 1927, primero como empleado principiante de una firma exportadora en Hamburgo y después, quince meses
más tarde, me trasladé a Francfort como analista de valores de un viejo Banco comercial que se había convertido en Filial
europea de una firma de valores de Wall Street. Ese empleo concluyó durante el otoño de 1929, a causa del derrumbe de la Bolsa
de Valores de Nueva York, y entonces encontré empleo como redactor de asuntos financieros en el Frankfurter General-Anzeiger,
el diario de mayor circulación de Francfort. Fra un órgano vespertino, bastante parecido al Star de Washington o a la Free
Fress de Detroit, tanto por la circulación como por la política editorial. Progresé con rapidez en el diario, y apenas dos
años después, fui designado director principal a cargo de las noticias extranjeras y económicas. Como el diario no creía en
el exceso de personal —había sólo catorce o quince redactores, cronistas y directores, que escribían todos los días
de la semana y los sábados un diario completo de cuarenta y ocho o sesenta y cuatro páginas— yo también redactaba tres
o cuatro editoriales semanales y dirigía la página femenina la mayor parte del año, mientras la encargada habitual estaba
enferma.
Pero además, fuera
del empleo llevaba una vida profesional intensa. Apenas llegué a Hamburgo me inscribí en la Facultad de Derecho y después
conseguí que me trasladaran a Francfort. Hacia 1931 había obtenido el doctorado en Derecho Internacional Público. Incluso
antes, había comenzado a enseñar en la Facultad de Derecho como suplente del anciano y enfermo profesor de Derecho Internacional,
que se había convertido en mi buen amigo. Y era probable que, pese a que sólo tenía algo más de veinte años, me designaran
“Dozent”—conferenciante a cargo de las clases— en la Universidad, el primer paso y el más importante
en la jerarquía académica alemana.
Había comenzado a
escribir al margen de mi labor periodística. Mientras aún estaba en el Banco, en el año 1929, había redactado dos trabajos
econométricos insoportablemente “eruditos”, uno acerca de los mercados de artículos y el otro acerca de la Bolsa
de Valores de Nueva York. Ambos estaban tan errados como era posible. Las premisas eran “evidentes por sí mismas”,
la matemática impecable, y las conclusiones estúpidas algo que, incluso ahora, de ningún modo es un resultado desconocido
en econometría. Pero los trabajos fueron publicados por un prestigioso órgano económico trimestral. Mi tesis doctoral se publicó
en forma de libro. Y yo escribí buen número de artículos de revista acerca de temas económicos y financieros felizmente, hoy
ya no se encuentran en circulación.
Cuando comprendí
que me marcharía apenas Hitler asumiera el poder—y también que ello habría de ocurrir— por supuesto, no suspendí
todas estas actividades. Aún esperaba contra toda esperanza. Después de todo, en 1932 no era mera expresión de deseos creer
que la ola nazi había alcanzado su más alto nivel de hecho, los votos obtenidos por los nazis disminuirían en cada una de
las sucesivas elecciones. De modo que continué trabajando en el diario, enseñando derecho internacional y política internacional,
y escribiendo para varias revistas. Incluso comencé a buscar otro empleo, pues comprendí que ya había superado al Frankfurter
General-Anzeiger Casi inmediatamente recibí una oferta de un prestigioso diario alemán, el órgano principal de Colonia, que
me propuso asumir la dirección de las secciones relacionadas con el extranjero: política, economía, literatura y cultura.
Me aseguraron que con esta designación fácilmente podría obtener una cátedra en la Universidad de Colonia, o en la vecina
Universidad de Bonn.
Pero al mismo tiempo
comencé a preparar la partida. Mantuve viva la oferta de Colonia, pero no tomé partido respecto de ella. Di largas al nombramiento
en la Facultad de Leyes, pese a que el profesor de Derecho Internacional me apremiaba. Oficialmente yo era ayudante diplomado,
y en esa condición dirigía muchas reuniones del Seminario de Derecho Internacional, y reemplazaba al profesor cuando era necesario
dictar clases. Pero aunque no recibía ingresos, un “Dozent” tenía una designación universitaria, y se convertía
automáticamente en ciudadano alemán. Yo no lo era, y no tenía la más mínima intención de convertirme en súbdito de Hitler.
También decidí asegurarme
de que no iba a vacilar y quedarme en Alemania. Un día después de la reunión con mi amigo Bertholt, comencé a escribir un
libro que impediría que los nazis tuviesen algo que ver conmigo, y del mismo modo, impediría que yo tuviese algo que ver con
ellos. Era un trabajo breve, apenas más que un folleto. Su tema era el único filósofo político conservador de Alemania, es
decir Friedrich Julius Stahl destacado político prusiano y parlamentario conservador del período que precedió a Bismarck,
el filósofo de la libertad bajo el imperio de la ley, y el jefe de la reacción filosófica contra Hegel así como el suceso
de Hegel en la cátedra de filosofía de Berlín. ¡Y Stahl había sido judío! Una monografía acerca de Stahl, en nombre del conservadurismo
y el patriotismo, que lo presentase como ejemplo y preceptor frente a la turbulencia de la década de 1930. constituía un ataque
frontal contra el nazismo.
La monografía me
llevó apenas unas semanas. La envié a Mohr, en Tübingen, el editor alemán más conocido de ciencias políticas e historia política.
Mohr aceptó inmediatamente el librito, y programó publicarlo en la fecha más próxima posible —abril de 1933— como
edición clave —la número 100— de su famosa serie acerca del Derecho y el Gobierno. Era evidente que la gente de
Mohr, a la que no conocía, sentía lo mismo que yo. Me complace señalar que el libro fue interpretado por los nazis exactamente
como yo me lo había propuesto e inmediatamente fue prohibido y quemado en público. Por supuesto, el hecho no tuvo repercusión.
Tampoco yo lo había esperado. Pero puso en claro muy bien cuál era mi posición y yo sabía que, por mi propio bien, tenía que
estar seguro de que me tendrían en cuenta, incluso si el asunto a nadie más importaba.
Así, yo estaba preparado
para partir cuando Hitler, que ya perdía rápidamente el apoyo popular, fue llevado al poder, el 31 de enero de 1933, por un
grupo de nacionalistas y generales que despreciaban a los plebeyos nazis y confiaban en su capacidad para controlar a estos
advenedizos, pero también estaban alarmados por la firme reacción de los partidos republicanos y democráticos en la elección
más reciente. Comprendí que quienes apoyaban a Hitler se engañaban aunque incluso probablemente yo subestimé la velocidad
con después los nazis se desembarazaron de los junkers y de los oficiales prusianos que los habían llevado al poder. Y desde
el comienzo alimenté escasas ilusiones acerca de lo que serían capaces de hacer los nazis. Comprendí que mi pasaporte extranjero
no me protegería por mucho tiempo, y que más tarde o más temprano sería expulsado o encarcelado. Estaba decidido a salir cuando
yo lo creyese conveniente y no esperaría a que me obligasen.
Sin embargo, me demoré
y di largas al asunto. Traté de justificarme diciendo que tenía que corregir las pruebas de página de mi libro acerca de Stahl,
prometidas más o menos para esa fecha. Temía—quizá no del todo sin motivo— que si abandonaba el país, el editor
tuviese el pretexto que necesitaba para anular lo que a esas horas ya era evidentemente un proyecto arriesgado. Pero también
estaba cediendo a mi tendencia a postergar lo inevitable.
Lo que entonces me
decidió a ejecutar mi intención y inmediatamente, varias semanas después de que los nazis asumieron el poder, fue la primera
asamblea del claustro universitario dirigida por los nazis. Francfort fue la primera universidad ocupada por los nazis, precisamente
porque era la más confiadamente liberal de las principales universidades alemanas, y poseía un elenco de profesores que se
enorgullecían de su fidelidad al saber, su libertad de conciencia y su democracia. Los nazis sabían que el control de la Universidad
de Francfort significaba el control de todo el mundo académico alemán. También lo sabían todos los miembros de la Universidad.
Sobre todo, Francfort tenía un claustro científico que se distinguía tanto erudición
como por sus convicciones liberales, y entre los científicos de Francfort se destacaba un bioquímico con jerarquía de Premio
Nóbel e impecables antecedentes liberales. Cuando se anunció la designación de un comisario nazi para Francfort —alrededor
d de febrero de ese año— y cuando no sólo todos los profesores, sino también todos los ayudantes diplomados de la Universidad
fueron convocados a una asamblea del claustro para oír al nuevo director todos comprendieron que se avecinaba una prueba de
fuerza. Yo había jamás había asistido a una asamblea del claustro, pero esta vez lo hice.
El nuevo comisario
nazi no perdió el tiempo en cortesías. Anunció inmediatamente que se prohibiría a los judíos la entrada en los universitarios,
y que serían despedidos sin sueldo a partir del 15 de marzo.
Era algo que nadie
había creído posible, a pesar del estridente antisemitismo de los nazis. Después, inició una serie de insultos, suciedades
y palabras obscenas como rara vez nadie había oído jamás, ni siquiera en los cuarteles, y nunca en una universidad. Todo era
“mierda” y “encamarse” y “darles por culo”, palabras que los eruditos reunidos allí sin
duda conocían, pero ciertamente nunca habían oído dirigidas a ellos mismos. Después, el nuevo jefe apuntó con el dedo a un
director de departamento tras otro y dijo: —O hacen lo que les digo, o los meteremos a todos en un campo de concentración.
Cuando concluyó se
hizo un silencio mortal, y todos esperaron la palabra del distinguido bioquímico. El gran liberal se puso de pie, se aclaró
la voz y dijo: —Muy interesante, señor comisario, y en ciertos aspectos muy esclarecedor. Pero no entendí claramente
un aspecto. ¿Habrá más dinero para la investigación en fisiología?
La asamblea se dispersó
poco después que el comisario aseguró a los estudiosos que, en efecto, habría mucho dinero para la “ciencia racialmente
pura”. Unos pocos profesores tuvieron el valor de retirarse acompañando a sus colegas judíos: la mayoría se mantuvo
a distancia segura de esos hombres que, pocas horas antes habían sido sus íntimos amigos. Yo salí, enfermo y con náuseas...,
y comprendí que partiría de Alemania en un plazo de cuarenta y ocho horas.
Cuando volví a casa,
gracias a Dios me esperaban las pruebas de página de mi libro acerca de Stahl. Fui a la oficina —esa mañana había obtenido
permiso especial para asistir a la asamblea de profesores—, anuncié mi renuncia y me despedí de los colegas. Después,
fui a casa y leí las pruebas. Entonces, eran alrededor de las diez de la noche; estaba agotado. Decidí acostarme y comenzar
a hacer el equipaje por la mañana temprano, para abordar el tren de Francfort a Viena al día siguiente. Pero en ese momento
sonó el timbre de la puerta. Afuera estaba de pie una persona vestida con el uniforme de las tropas de asalto hitlerianas.
Me sobresalté. De pronto, reconocí a mi colega Hensch, de la Frankfurter General-Ánzeiger, que no había estado en la oficina
ese mismo día, más temprano.
—Oí decir que
renunció —dijo—. Pasaba por aquí, y decidí despedirme. ¿Puedo entrar?
Hensch no era mi
amigo. En realidad, podía decirse que era una persona extraña en la oficina. Se ocupaba de la política local y los asuntos
municipales y, aunque importante, su tarea no interesaba mayoría de los colaboradores que no eran nativos de la ciudad esperaban
pasar el resto de sus días en Francfort. No era un periodista muy bueno, y se sospechaba que recibía y hacía favores políticos.
De estatura mediana, con los ojos pequeños y muy juntos y el cabello muy corto que ya empezaba a encanecer, pese a que aún
no había cumplido los treinta años, era hijo de una familia de artesanos locales, según creo su padre era albañil. En él había
sólo dos cosas dignas de mención. Primero, tenía una hermosa amiga, Elise Coldstein, artista comercial que trabajaba mucho
para el periódico era una joven expansiva, vivaz y efervescente, a quien todos considerábamos muy atractiva. Ella y Henseh
convivían, y pensaban casarse todos habíamos asistido a la fiesta de compromiso, más o menos un año antes. Y en segundo lugar,
como lo sabían todos los miembros del personal, Henseh tenía tarjetas de afiliación de los partidos Comunista y Nazi por supuesto,
en un periódico apolítico se consideraba subversivas a ambas organizaciones, y por cierto poco apropiadas para un periodista.
Cuando se le llamaba la atención a Hensch sobre este asunto siempre decía: ‘~Neeesito que esa gente me informe si quiero
saber qué ocurre en el Municipio... y sólo hablan con miembros de su propio grupo”.
—Pasé la mayor
parte del día —dijo ahora—, en una reunión de los jefes nazis me designaron asesor de prensa del nuevo comisario
nazi de Francfort, y representante del Partido en el General-Anzeíger Después, convoqué a una reunión a los directores para
informarles que estoy a cargo del periódico. Así me enteré de que usted habla renunciado pocas horas antes. Pensé venir a
pedirle que reconsidere su decisión. Espero que lo haga... le necesitamos. Por supuesto, despedí a uno de los directores.
El principal diario de Francfort no puede tener a un director judío. Y no conservaré por mucho tiempo al redactor jefe. Es
izquierdista, y está casado con una judía que también es hermana de un diputado socialista. Será una oportunidad interesante
para una persona como usted, porque yo no podré editar solo el periódico. Estaré muy atareado supervisando a la prensa de
toda la región de Francfort.
Repliqué que su propuesta
me halagaba, pero que estaba seguro de que no daría buen resultado. —Pensé que diría eso —contestó—. En
fin, Drucker, píenselo durante la noche e infórmeme si cambia de idea.
Pareció dispuesto
a salir, pero después volvió a sentarse y permaneció silencioso varios minutos.
Finalmente, volvió
a hablar. —Si viaja al extranjero, ¿puede decir -a Elise dónde lo encontrará? Por supuesto, tuve que romper mi copromiso -ella
misma lo propuso cuando Hitler asumió el poder. Me retiré del apartamento en que vivíamos, y volví con mis padres pero pagué
el alquiler del apartamento hasta fines de marzo. Expliqué a Elise que debe salir cuanto antes de Alemania. Pero no conoce
a nadie en el extranjero. -¿Puede darle su dirección, y así ella irá a verlo cuando salga de aquí?
Acepté, y él anotó
la dirección de mis padres en Viena. De nuevo volvió a guardar silencio, después de esbozar un gesto, como de dispuesto a
ponerse de pie y salir.
Finalmente, explotó:
—Dios mío, ¡cómo le envidio! Ojalá yo pudiera irme... pero no puedo. Siento miedo cuando oigo todo lo que dicen en los
círculos internos del Partido Nazi; y como usted sabe, tengo acceso a esos grupos. Son locos que hablan de matar a los judíos
e ir a la guerra, y de encarcelar y matar a quienes sostengan opiniones diferentes y duden de la palabra del Führer.
Todo esto es absurdo.
Pero me atemoriza. Sé que hace un año usted me dijo que los nazis creían en esas cosas, y que yo debía tomarlos en serio.
Pero pensé que era la habitual retórica de las campañas electorales, y que nada significaban. Y todavía lo creo. Ahora que
tienen el poder, inevitablemente aprenderán que uno no puede hacer esas cosas. Después de todo, vivimos en el siglo XX. Mis
padres piensan lo mismo; y otro tanto Elise. Cuando le expliqué que debía salir de Alemania, creyó que yo había enloquecido.
Y probablemente estoy loco..., no pueden hablar en serio, y salirse con la suya. Pero comienzo a tener miedo. No se imagina
las cosas que algunos de los jefes nos dicen cuando creen que ningún extraño los escucha.
Aseguré a Hensch
que no necesitaba imaginarme esas cosas, Hitler las había escrito con mucho detalle en su libro Mi Lucha, donde todos podían
leerlas. Después, pregunté: —Si piensa de ese modo, ¿por qué no se marcha? Aún no cumplió treinta años, y no tiene familia
que dependa de usted. Ha hecho estudios de economía, y no tendrá dificultad para hallar trabajo.
—Para usted
es fácil hablar así —replicó—. Conoce idiomas, ha viajado por países extranjeros. ¿No ve que yo nunca salí de
Francfort, y ni siquiera he ido a Berlín? Y carezco de relaciones... mi padre es artesano.
Al oír esto, me irrité.
—Vea, Hensch, eso es una tontería: ¿a quién demonios le importa quién es su padre? El padre del secretario de redacción
fue carcelero en no sé qué ciudad de Prusia Oriental; el padre de Ame (Ame era el director más veterano) es minero del carbón;
Becker, el subdirector, es hijo de un maestro primario; Bilz, el especialista es asuntos financieros, proviene de una familia
de viñadores pobres que poseen una pequeña parcela pedregosa a orillas del río. Y bien, a ninguno de nosotros lo habrían invitado
a una fiesta en el palacio de los Hohenzollern, ni recibiría rango en los regimientos de la guardia. Pero por otra parte,
¿qué importa todo eso?
—Drucker, usted
no lo comprende —replicó con calor—. Nunca entendió. No soy inteligente, lo sé. Comencé a trabajar en el periódico
antes que usted, o Ame, o Becker, y ustedes son ahora los directores principales, y yo continúo atendiendo la municipalidad,
lo mismo que al principio. Sé que no escribo bien. Nadie me invita a su casa. Incluso el padre de Elise, el dentista, pensó
que su hija era demasiado buena para mí. ¿No comprende que necesito poder y dinero y ser alguien? Por eso me uní muy temprano
a los nazis, hace cuatro o cinco años, cuando comenzaron a participar en las elecciones. Y ahora tengo una tarjeta partidaria
de afiliación con un número muy bajo, ¡y seré alguien! La gente inteligente, bien nacida y bien relacionada se mostrará demasiado
escrupulosa, o no será adaptable, o no querrá hacer el trabajo sucio. Y ahí entro yo. Recuerde lo que le digo, dentro de un
tiempo oirá hablar de mí.
Dicho esto, salió
bruscamente de la habitación y comenzó a descender la escalera. Pero antes de cerrar con fuerte golpe la puerta, se volvió
una vez más y gritó: Y no olvide, prometió ayudar a Elise!
Eché el cerrojo a
la puerta principal, algo que no había hecho nunca durante los tres años en que había vivido en el apartamento. Y de pronto
tuve una visión..., una visión del futuro, de la bestialidad horrible, sangrienta y baja que se abatía sobre el mundo. Allí,
en ese momento, vi como en un sueño lo que después se convertiría en mi primera obra importante, The End of the Economic Man.
Experimenté el impulso casi irresistible de sentarme y comenzar a dactilografiar. Pero reprimí mi propio anhelo, y en cambio
comencé a hacer el equipaje. A las doce del día siguiente estaba en el tren a Viena.
Nunca tuve noticias
de Elise. Y tampoco supe nada del “Monstruo” hasta doce años después, cuando leí acerca de su fin en las ruinas
de lo que había sido el hogar de sus padres.
Apenas un mes después,
a principios de abril de 1933, conocí al “Cordero”. Después de pocas semanas en Viena me dirigí a Londres, donde
la única persona a quien conocía era un periodista alemán, el corresponsal en Londres de la editorial Ullstein, de Berlín.
Era el conde Albert Montgelas. Montgelas, descendiente de una familia liberal bávara, había vivido en Inglaterra muchos años,
y era allí uno de los corresponsales extranjeros más respetados. Yo había estado en contacto con él durante tiempo. Durante
el último viaje de regreso a su oficina matriz en Berlín se había detenido unas horas en Francfort, y ambos habíamos simpatizado
a pesar de la diferencia de edad Montgelas tenía cerca de cuarenta años, mientras yo tenía sólo veintitrés. Así, antes de
viajar a Londres, le envié una nota desde Viena y con gran sorpresa de mi parte recibí un telegrama que decía: “Venga
cuanto antes. Lo necesito”.
Encontré a Montgelas
empaquetando. También había renunciado cuando los nazis asumieron el poder, a pesar de las exhortaciones en contrario del
nuevo director designado por los nazis. Ahora esperaba el sustituto. -Le telegrafié
que se diese prisa -dijo-, porque dentro de un día o dos llegará Paul Schaeffer. Viaja desde Nueva York en un buque que debe
llegar muy pronto. Le ofrecieron la dirección del Berliner Tageblatt, y quiere aceptarla. Pero le dije que se detuviese aquí
y que antes de decidirse lo pensara bien sería una tragedia que Paul aceptara el ofrecimiento. Usted acaba de salir de Alemania.
Tal vez pueda explicar a Paul qué infierno le espera allí.
Durante casi medio
siglo el Berliner Tageblatt había representado en Alemania y los países de habla alemana un papel análogo al de Tite New York
Times en Estados Unidos, o al Times en Inglaterra no era el más importante, pero sí el diario mejor escrito y más respetado.
Fundado en 1885, cuando Bismarck aún era canciller alemán y el viejo emperador Guillermo 1 ocupaba el trono, durante todos
esos años el diario había sido administrado por su fundador y director, Theodoro Wolff -un hombre prestigioso tanto por su
integridad como por su independencia. Por supuesto, Wolff estaba envejeciendo, y por eso, desde comienzos de la década de
1920 había tratado de educar a un sucesor: Paul Schaeffer, un escritor y analista político notablemente agudo. Pero antes
de traspasar la dirección a Schaeffer, en 1929 ó 1930, Wolff lo envió a Estados Unidos como corresponsal del Berliner Tageblatt.
Schaeffer llegó inmediatamente a la conclusión de que el hombre más interesante de Estados Unidos era un nuevo gobernador
de Nueva York, Franklin Delano Roosevelt. Llegó a conocer bien a Roosevelt, y fue invitado a acompañarlo en su campana electoral
de 1932. Sus despachos originados en la campaña fueron tan buenos que no sólo aparecieron en los principales periódicos europeos,
sino que se distribuyeron ampliamente en la prensa norteamericana. Cuando Roosevelt fue elegido, Schaeffer se trasladó a Washington
con el fin de estar cerca de lo que, según revela, sería un gobierno importante bajo la dirección de un Presidente que había
llegado a ser un amigo personal, y que consideraba a Schaeffer su propio canal de acceso a la opinión pública europea.
Como sabían todos
los miembros del mundillo del periodismo europeo, Wolff había decidido renunciar en 1935, el quincuagésimo año de su dirección,
y el octogésimo de su vida. Pero Wolff era judío, y por eso los nazis lo expulsaron dos años antes de la fecha y pidieron
a Schaeffer que regresara a Berlín y ocupase el cargo vacante. Schaeffer permaneció en Estados Unidos el tiempo necesario
para describir la asunción del mando por Roosevelt. Después, a fines de marzo o principios de abril se embarcó. Pero respondiendo
a las exhortaciones de Montgelas, y aún un tanto indeciso, se mostró dispuesto a pasar unos pocos días en Londres antes de
comprometerse definitivamente.
Según se vio, Schaeffer
no necesitaba que yo le explicase lo que ocurría en Alemania. Lo sabía, y aún mucho mejor que yo, y no se hacia ilusiones.
Aparentemente, tenía acceso tanto a los despachos internos de los corresponsales europeos del New York Times como a los despachos
del Departamento de Estado en Washington. -Precisamente porque es una situación tan horrible -dijo- es necesario que acepte
el empleo. Soy el único que puede impedir lo peor. Los nazis me necesitan, y necesitan el Ben/mee Tageblatt. Necesitarán préstamos
de Nueva York y Londres, tendrán que comerciar con el Oeste, y querrán encontrar comprensión y gente dispuesta a escucharlos.
Además, necesitarán a una persona como yo, que conozca el Oeste, que sepa con quién hablar y quién es importante. Me necesitarán
porque ninguno de ellos sabe una palabra del resto del mundo. Son todos analfabetos e ignorantes. Tendrán que escucharme cuando
les diga que tal o cual de sus bárbaras medidas les acarrearán problemas con los países extranjeros, y cuando les explique
que tienen que prestar atención a la opinión pública de los países anglosajones. Tendrán que aceptar las restricciones impuestas
a sus actos y a su retórica porque sólo de ese modo podrán obtener un mínimo de respeto y aceptación. Saben que dependen de
mí, y que los norteamericanos tendrán los ojos fijos en mi persona. Antes de partir, mantuve una prolongada conversación con
el historiador de Chicago a quien el presidente Roosevelt acaba de designar embajador en Berlín. Me aseguró que usaría mis
servicios como canal de comunicación entre el Ministerio de Relaciones Exteriores alemán y la jerarquía nazi
-e incluso el más
estúpido de los matones nazis tendrá que respetar y aceptar eso.
-Pero, Paul -dijo
Montgelas-, ¿no temes que los nazis quieran usarte para obtener una apariencia de respetabilidad y para engañar al mundo?
Hasta ahora no se han preocupado mucho de la opinión mundial.
Schaeffer se indignó:
-No creerás que he nacido ayer. Soy un periodista veterano. Si intentan manipularme, los abandonaré, y eso los perjudicará
y desacreditará de un modo tan terrible que no se atreverán a afrontar el riesgo.
- Estás seguro, Paul
-insistió Montgelas-, de que no aceptas el empleo porque siempre fue tu ambición dirigir el Tagehlatt?
-Sabía que dirías
eso -replicó Schaeffer-, y puedo asegurarte que te equivocas. Más aún, os diré en confianza que mi esposa y yo nos sentimos
tan cómodos en Estados Unidos que habíamos decidido quedarnos allí y no volver. Había recibido y aceptado esta oferta, y extrajo
una carta de Henry Luce, en papel con membrete del Tinte, en la cual Luce ofrecía a Schaeffer un empleo de principal corresponsal
europeo, con asiento en Londres, para la revista Time, para Fortune y para una nueva revista ilustrada que se publicará más
adelante (la futura Life).
—Luce me habría
pagado el doble que el Tageblatt —dijo Schaeffer—, y dio a entender que en pocos años más podría aspirar a la
dirección de Time. Mi esposa me rogó que aceptara la oferta... detesta la idea de regresar. Pero creo que tengo un deber.
He contraído con Theodor Wolff la obligación de continuar la obra de su vida. El viejo fue como un padre para mí cuando me
dio mi primer empleo, poco después de las trincheras de la Gran Guerra. Tengo para con el Tageblatt la obligación de asegurar
que no se verá prostituido y destruido por salvajes. Y tengo para con el país la obligación de impedir que esas bestias nazis
lleguen a los extremos. No me agrada volver a Berlín bajo el gobierno nazi, pero sé que soy el único que puede ejercer una
influencia positiva, porque nadie será tan necesario como yo cuando ocupe ese cargo.
Cuando Schaeffer
llegó a Berlín, pocos días después, fue recibido a bombo y platillo. Le otorgaron títulos y honores, le dieron dinero y la
prensa nazi destacó que su designación como director del Berliner Tageblatt era la prueba de que todas las versiones acerca
de los nazis y el trato que dispersaban a la prensa, aparecidas en periódicos extranjeros, no eran más que sucias mentiras
judías. Comenzaron a usarlo inmediatamente. Los jefes nazis le concedieron entrevistas y en el curso de las mismas le aseguraron
solemnemente que, por supuesto, ellos mismos no eran antisemitas, y en efecto tenían excelentes amigos personales que eran
judíos; y esas entrevistas aparecieron inmediatamente en el Tageblatt, como fruto de la pluma de Schaeffer. Cuando se filtraban
noticias de la represión o las atrocidades nazis, despachaban a Schaeffer a las embajadas extranjeras de Berlín, o a una reunión
con corresponsales extranjeros, para asegurarles que esos eran “excesos aislados”, y que no se permitiría su repetición.
Sí se publicaban noticias del rearme alemán, nuevamente era Schaeffer quien escribía un artículo citando a las “altas
fuentes” que aludían al intenso deseo de paz de Hitler, y así por el estilo. En recompensa por estos servicios, de tanto
en tanto, le arrojaban despectivamente algunos mendrugos. Le permitían mantener a dos ancianos redactores judíos en la página
financiera, o como lectores de pruebas, pero sólo durante dos meses. O se le permitía redactar un breve editorial que criticaba
un impuesto a la margarina, o a los billetes del cinematógrafo. Y después de dos años, cuando el Berliner Tageblatt y Schaeffer
dejaron de ser útiles, ambos fueron liquidados y desaparecieron sin dejar rastro.
En su libro acerca de Eíchmann, el masacrador nazi, la filósofa germano-norteamericana Hannah Arendt se
refiere a “la trivialidad del mal”. Es una frase muy infortunada. El mal nunca es trivial. Los ejecutores del
mal a menudo lo son. La señorita Arendt se dejó atrapar por la ilusión romántica del “gran pecador”. Pero hay
muchísimos Iagos, hombres triviales de enorme maldad, y muy pocas ladies Macbeth. El mal actúa a través de los Hensch y los
Schaeffer precisamente porque el mal es monstruoso y los hombres son triviales. El uso popular se acerca a la verdad más que
la señorita Arendt cuando llama a Satán el “Príncipe de las Sombras” y el Padre Nuestro sabe qué pequeño y qué
débil es el hombre cuando pide a Dios que no nos deje caer en la tentación, y nos libre de todo mal. Y como el mal nunca es
trivial y los hombres son tan a menudo triviales, los hombres no deben hacer ningún tipo de tratos con el mal, pues las condiciones
son siempre las del mal y nunca las del hombre. El hombre se convierte en instrumento del mal cuando, a semejanza de los Hensch,
cree que podrá subordinar el mal a su ambición y se convierte en instrumento del mal cuando, a semejanza de los Schaeffer,
se une a él para impedir lo peor.
A menudo me he preguntado
cuál de los dos, en definitiva, hizo más daño, si el Monstruo o el Cordero y cuál es peor, si el pecado de ansia de poder
de Hensch o la “hybris” y el pecado de orgullo de Schaeffer. Pero
quizá el más grave pecado no es ninguna de estas dos antiguas faltas el peor pecado puede ser el pecado de la indiferencia
del nuevo siglo XX, el pecado del bioquímico distinguido que no mata ni miente, pero rehúsa atestiguar cuando, según dicen
las palabras del antiguo himno evangélico, “ellos crucifican a mi Señor”.
Peter F. Drucker