Remonta el cielo caído a la espesura de los astros. Nada
hay que temer. Todo es reencarnación. La rama en flor quebrada yace en ti como mi sangre y mi grito por tus venas.
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Ella y él, eran almas gemelas. El uno había nacido para el otro.
Ella era hermosa y triste, sus cabellos negros y rizados encontraban un raro equilibrio con sus ojos intensamente azules y
los copos de su piel huidiza, asentada. El había sido alegre, feliz. Recordaba a un padre cándido que lo llevaba en hombros
por toda la ciudad. Corrían descalzos como dos hermanitos bajo la lluvia y cruzaban charcos y cercas enormes. Nunca sintió
miedo, y volaba con su papá hermano, con su papá amigo, con su papá que ya no vería. Ahora, también, la tristeza anidaba en
su barba recién rasurada, entre sus libros, entre las manos que gritaban por aquellas otras callosas y seguras. Era pequeño
y endeble, pero detrás de unos gruesos espejuelos se descubría un alma como un árbol, robusta y húmeda, queriendo dar de su
sombra, de sus frutos a todos. Los dos vivían en la misma ciudad, en el mismo barrio, en el mismo edificio, las puertas de
sus hogares casi estaban hechas con idénticas tablas. Pero cuando uno regresaba, el otro partía, cuando uno miraba las estrellas,
el otro observaba las figuras que el polvo formaba en las aceras.
El escribía bellos versos que nadie comprendía. Ella apretaba
sobre su corazón toda la miel del mundo y nadie la bebía. Los padres de ella aullaban sin cesar, leían viejos periódicos,
hablaban de alejarla al extranjero, o miraban impasibles como se agigantaban las manchas de agua en las paredes sin pintura:
ella se drogaba o se masturbaba oyendo a Morrison mientras todo se aventuraba sin remedio. La madre de él acariciaba al nuevo
amante con una ternura insospechable, la madre repartía a manos llena su ternura a un extraño y él se moría por apenas una
pizca de ese mismo calor. Ambos querían salvarse, se buscaban como dos posesos, ambos se soñaban noche y día. Escribían sus
nombres en los muros más rugosos y dejaban un espacio para el otro, pero siempre la lluvia, el polvo o algún extraño, torcía
las sílabas, las invertía o las borraba. Entre ellos palpitaba una estrella, tan solo ya la gota de agua de una estrella,
el agua que cabría en una estrella.
Los dos se apresuraban por la común esquina, acariciaban las
verjas oxidadas, las enredaderas verdecidas. Al rozar la huella aún tibia del imposible los vestía un cálido temblor. Los
dos escaseaban de los mismos amigos, lo insondable de la noche se miraba en sus ojos. Se alimentaban de una música que nacía
en los inciertos umbrales, en las escaleras encorvadas del alma. Ambos querían salvarse. Como la espuma y la roca, se presentían.
Habían olido el perfume del otro impregnando los espacios por donde velozmente corría el alma, desorientada. Eran tan jóvenes,
casi niños. En un último intento por encontrarse, los dos se deslizaron bajo las piedras. El salto en el vacío fue el encuentro.
Ya en el postrer impulso lograron asirse las manos, sentir bien cerca el perfume tan soñado, besar los labios.
En un instante quisieron volver atrás, empezar de nuevo, e intuyeron
que la vida aun con sus aguas abisales, con sus monstruos cegados por el hambre, con las vigas tiradas al fondo de los ojos,
podría ser realmente hermosa. Pero no habría regreso. Una vez más, Dios fue misericordioso. Mientras caían sobre el negro,
recalentado asfalto y el crujir del sufrimiento entrelazaba la carne y los cabellos; mientras se confundía hasta hacerse una
la sangre y la saliva, el sol y la mirada, ambos sintieron, transidos por una nueva luz, que se estaban salvando.
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