- XXIII -
La soledad
Un
gacetillero filántropo me dice que la soledad es mala para el hombre; y en apoyo de su tesis cita, como todos los incrédulos,
palabras de los padres de la Iglesia.
Sé
que el Demonio frecuenta gustoso los lugares áridos, y que el espíritu del asesinato y de la lubricidad se inflama maravillosamente
en las soledades. Pero sería posible que esta soledad sólo fuese peligrosa para el alma ociosa y divagadora, y no para el
que la puebla con sus pasiones y con sus quimeras.
Cierto
que un charlatán, cuyo placer supremo consiste en hablar desde lo alto de una cátedra o de una tribuna, correría fuerte peligro
al volverse loco furioso en la isla de Robinsón. No exigiré a mi gacetillero las animosas virtudes de Crusoe; pero le pido
que no entable acusación contra los enamorados de la soledad y del misterio.
Hay
en nuestras razas parlanchinas individuos que aceptarían con menor repugnancia el suplicio supremo si se les permitiera lanzar
desde lo alto del patíbulo una copiosa arenga, sin miedo de que los tambores de Santerre les cortasen intempestivamente la
palabra.
No
los compadezco, porque adivino que sus efusiones oratorias les procuran placeres iguales a los que otros sacan del silencio
y del recogimiento; pero los desprecio.
Deseo,
ante todo, que mi gacetillero maldito me deje divertirme a mi gusto. «Pero ¿no siente usted nunca -me dice, en tono nasal
archiapostólico- necesidad de compartir sus goces?» ¡Miren el sutil envidioso! ¡Sabe que desdeño los suyos y viene a insinuarse
en los míos, el horrible aguafiestas!
«¡La
desgracia grande de no poder estar solo!...» -dice en algún lado La Bruyère,
como para avergonzar a todos los que corren a olvidarse entre la muchedumbre, temerosos, sin duda, de no poder soportarse
a sí mismos.
«Casi
todas nuestras desgracias provienen de no haber sabido quedarnos en nuestra habitación» -dice otro sabio, creo que Pascal,
llamando así a la celda del recogimiento a todos los alocados que buscan la dicha en el movimiento y en una prostitución que
llamaría yo fraternitaria, si quisiera hablar la hermosa lengua de mi siglo.
Charles
Baudelaire (poemas en prosa)