Hace algunos años se estrenó en Boston un espectáculo
de la productora Ziegfeld. Fue algo histórico, aunque en aquel entonces todas las funciones de Ziegfeld eran memorables, como
decía el señor Jessel.
¡Con nombrar a Ziegfeld estaba todo dicho! Tenía
las chicas más hermosas, la escenografía más espectacular y los cómicos más divertidos.
No voy a mencionar el nombre de la estrella femenina,
pero en una comedia musical en la que incluso las figurantes eran escogidas por su belleza, esta chica sobresalía como uno
de los ensueños del teatro.
No tenía mucho talento, pero cantaba bastante bien
y bailaba con la misma gracia que la mayoría de las coristas, lo cual no es mucho decir.
Desgraciadamente, la conocía poco. Si la hubiera
conocido no me habría hecho ningún bien porque le gustaba beber y a mí no. Además, era la querindonga de un propietario de
haciendas en Brasil. No es que fuera una alcohólica, pero le gustaba arrearse dos o tres tragos antes y durante la representación.
En el primer acto se alzó el telón y apareció un
cuadro campestre. El escenario estaba cubierto de rosas y nuestra muchachita estaba sentada en un columpio floral festoneado
con pétalos suficientes para enterrar a la primera fila entera. Mientras aquella pieza seductora de feminidad se balanceaba
sobre el público entonaba una letra tan banal como original, de ella misma, supongo:
Empújame hacia
arriba,
empújame muy fuerte,
empújame a la
cima
del árbol
que hay enfrente.
Pero a nadie le importaba lo que cantara. Ni siquiera
la escuchaban. Sólo miraban. No había marido en el público que no estuviera hipnotizado por su belleza ni esposa que dejara
de mirar a su marido.
Durante las dos semanas anteriores en Filadelfia,
por sólo un verso y el estribillo de la canción había recibido los aplausos convencionales, pero la noche del estreno en Boston
una extraña magia llenó el teatro y los aplausos fueron ensordecedores. Alzaron el telón una y otra vez. En las ocho ocasiones
que repitió el estribillo desplegó sus hermosas piernas ante el público.
El resto de los intérpretes, situados entre bastidores,
asistían perplejos a la inesperada ovación. Los tramoyistas estaban estupefactos y Ziegfeld no salía de su asombro. Dudo que
las paredes de otro teatro hayan acogido jamás ovación más estruendosa.
¿Qué es lo que había añadido a la cancioncilla para
llevar al público de aquella función a alborotarse de aquel modo?
En realidad no le había añadido nada. Simplemente
le había restado: la noche memorable se había arreado unos cuantos lingotazos de más y, aturdida por el alcohol, olvidó ponerse
la ropa interior.
De esta pequeña historia se deducen tres moralejas:
(1) si uno tiene talento, tarde o temprano saldrá a relucir; (2) no sale a cuenta ocultar la luz bajo una prenda interior,
y (3) cuando no se obtiene la respuesta adecuada por simple adicción, mejor invertir la operación… y restar.
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