Jorge Palom

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Hace algunos años se estrenó en Boston un espectáculo de la productora Ziegfeld. Fue algo histórico, aunque en aquel entonces todas las funciones de Ziegfeld eran memorables, como decía el señor Jessel.
 
¡Con nombrar a Ziegfeld estaba todo dicho! Tenía las chicas más hermosas, la escenografía más espectacular y los cómicos más divertidos.
 
No voy a mencionar el nombre de la estrella femenina, pero en una comedia musical en la que incluso las figurantes eran escogidas por su belleza, esta chica sobresalía como uno de los ensueños del teatro.
No tenía mucho talento, pero cantaba bastante bien y bailaba con la misma gracia que la mayoría de las coristas, lo cual no es mucho decir.
Desgraciadamente, la conocía poco. Si la hubiera conocido no me habría hecho ningún bien porque le gustaba beber y a mí no. Además, era la querindonga de un propietario de haciendas en Brasil. No es que fuera una alcohólica, pero le gustaba arrearse dos o tres tragos antes y durante la representación.
 
En el primer acto se alzó el telón y apareció un cuadro campestre. El escenario estaba cubierto de rosas y nuestra muchachita estaba sentada en un columpio floral festoneado con pétalos suficientes para enterrar a la primera fila entera. Mientras aquella pieza seductora de feminidad se balanceaba sobre el público entonaba una letra tan banal como original, de ella misma, supongo:
 
Empújame hacia arriba,
empújame muy fuerte,
empújame a la cima
del árbol que hay enfrente.
 
Pero a nadie le importaba lo que cantara. Ni siquiera la escuchaban. Sólo miraban. No había marido en el público que no estuviera hipnotizado por su belleza ni esposa que dejara de mirar a su marido.
 
Durante las dos semanas anteriores en Filadelfia, por sólo un verso y el estribillo de la canción había recibido los aplausos convencionales, pero la noche del estreno en Boston una extraña magia llenó el teatro y los aplausos fueron ensordecedores. Alzaron el telón una y otra vez. En las ocho ocasiones que repitió el estribillo desplegó sus hermosas piernas ante el público.
 
El resto de los intérpretes, situados entre bastidores, asistían perplejos a la inesperada ovación. Los tramoyistas estaban estupefactos y Ziegfeld no salía de su asombro. Dudo que las paredes de otro teatro hayan acogido jamás ovación más estruendosa.
¿Qué es lo que había añadido a la cancioncilla para llevar al público de aquella función a alborotarse de aquel modo?
 
En realidad no le había añadido nada. Simplemente le había restado: la noche memorable se había arreado unos cuantos lingotazos de más y, aturdida por el alcohol, olvidó ponerse la ropa interior.
 
De esta pequeña historia se deducen tres moralejas: (1) si uno tiene talento, tarde o temprano saldrá a relucir; (2) no sale a cuenta ocultar la luz bajo una prenda interior, y (3) cuando no se obtiene la respuesta adecuada por simple adicción, mejor invertir la operación… y restar.
 
GROUCHO MARX.

Jorge Palom
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